CARLOS R. PAZ
ARCHIVO LA GACETA
Por esas cosas de nuestra idiosincrasia, los tucumanos hacemos culto de aquellos lugares donde nos reunimos con amigos, colegas o conocidos, para hablar de todos los temas imaginables. Disfrutamos del discurrir, del parloteo, de las exteriorizaciones -a veces vehementes- y también de tertulias intimistas. Pero, por lo visto, esto ocurrió en toda época, y los bares fueron objeto de especial cariño y noble veneración, casi como un segundo hogar.
Un claro ejemplo fue el café España, que estaba ubicado frente a la plaza Independencia, en calle 24 de Septiembre. Lindaba al este con la casa del doctor Alberto León de Soldati (ya demolida), en cuya planta baja funcionaba la sastrería Plaza, y al oeste con la propiedad de don Roque Pondal, que luego fue la confitería El Galeón (que ya tampoco existe).
Nació en los albores del siglo pasado, y al poco tiempo los parroquianos lo adoptaron como centro de reunión. Era inaceptable que alguna iniciativa política no se discutiera en ese bar; y también actuaba como imán de grandes personajes de la cultura ciudadana, que religiosamente se daban cita para el disfrute y el desgrane de las horas.
Quien supo relatar con trazo fino el ambiente del España por los años 20 fue el conocido poeta monterizo Maximiliano Márquez Alurralde. En 1985, editó un libro que se llama “Pájaro de luna”, y él tradujo una carta dirigida al doctor Ricardo Casterán -en agosto de 1952-, donde evocaba a los habitués del bar.
“Por allá, en una mesa de jóvenes poetas, estaban Eduardo de la Vega Colombres, joven de exquisito espíritu; Carlos Cossio, entonces filósofo en ciernes y enamorado del arte; don José Luis Torres, periodista de ‘El Orden’ quien, justo a las tres de la mañana, se incorporaba de súbito y decía: ‘muchachos, huyo hacia occidente, donde la vegetación es mucho más frondosa’; también se veía al joven escritor Roberto Murga; al ‘Pelao’ Ramírez, estupendo contador de cuentos y escriba del ‘Norte Argentino’; al ‘Bigote’ Viaña, y otros buenos contertulios, ingeniosos y líricos”.
A la mágica aureola del café España también la componían otros disímiles personajes, como el caricaturista Benetti; el gran periodista Berón de Astrada; o el doctor Celedonio Gutiérrez, quien ocupaba un espacio para adoctrinar a los discípulos del Partido Radical.
Y continuaba el poeta: “más aquí o más allá, en ese refugio deleitoso del España todo era sueño de mundo, como si fuera un rincón amable de París. Los había quienes no eran ni artistas, ni poetas, ni políticos, pero en el ambiente todos se transformaban en sacerdotes de la divina armonía”.
Cuando cerró sus puertas, el 30 de octubre de 1950, LA GACETA le dedicó una larga nota. Destacaba la atmósfera cordial y cálida, donde la tertulia adquiría el valor de tribuna pública. “Hablar del café España es como hacerlo respecto de la evolución de las instituciones democráticas de nuestra provincia (…), es un capítulo apasionado de nuestra historia cívica (…) y su cierre tiene la extraordinaria significación de una pérdida que afecta al patrimonio colectivo de la ciudad”, decía.
Por lo visto, fue un clásico mentidero político, donde la amable nota discordante la daban los literatos, los poetas, los artistas. Un lugar que no fue posible reemplazar. Porque allí privaba la amistad por sobre intereses ocasionales o de partido, donde triunfaba el ideal humano y donde prevalecían los gestos amplios y generosos.
El viejo café fue arrastrado por algo desconcertante que llamamos “progreso”, pero dejó una larga estela de melancolía, que siempre retorna; y se refleja, transformada -en nuestros días-, en otros sitios que albergan almas similares.